<<HAY que darse prisa en hablar bien de los hermanos Marx y en hacerles una buena estatua en cualquier sitio céntrico, antes de que algún cretino empiece a decir por ahí que ya no tienen gracia y los hermanos Marx, llenos de asco, se tengan que dedicar a cuidar gallinas en una estancia de Kansas-City y vayan borrándose poco a poco de las pantallas, como se fueron borrando Tomasín, Búster Keaton, Harold, Harry Langdon, el mismo Chaplin y todos los grandes graciosos del cinema. Hay que decir de ellos que son maravillosos y colocarles una condecoración en la solapa y hablar de ellos bien a cada momento, antes de que se vean obligados a meter en un baúl sus bigotes y sus pelucas, porque no hay nada más triste y de peor gusto que hablar de un gracioso cuando ya a nadie le hace gracia; cuando ya el público, con esa exigencia inhumana que tiene para el gracioso y que no tiene para con los demás, a fuerza de pedirle más gracia cada día, y más carcajadas cada vez, y más imaginación y más fantasía, le ha dejado reventado y vacío y después le ha vuelto la espalda despectivamente, con ese desprecio y ese rencor inconfesable que se tiene para el que nos ha hecho reír, para el que nos ha despejado, durante unos momentos, de nuestra enorme gravedad de burros. ¡Qué constitución de atletas, qué almas de gigantes necesitan tener todos los graciosos para soportar esa mala intención del público que en seguida los quiere hundir y olvidar, que está deseando amargarles la vida y entristecerles y decirles a cada momento que han dejado de tener gracia, lo cual no es verdad casi nunca, porque el gracioso tiene más gracia cada vez, como el hombre de talento tiene cada vez más talento y como el barrigudo tiene más barriga. Lo que sucede, por el contrario, es que el que se ríe, cada día que pasa tiene menos ganas de reírse y más deseos, en cambio, de llorar. Esa exigencia brutal que se tiene con el gracioso, ese querer que se evolucione cada día y que cada día se presenten nuevos trucos, nuevas cabriolas y nuevos desplantes, no se tiene con los demás artistas, y el paisajista genial sigue siendo genial hasta su muerte, aunque haya pintado siempre el mismo paisaje, con el mismo arbolito a la derecha o a la izquierda, y aunque el escultor haya modelado la misma gitana con el churumbel en los brazos, y aunque el violinista haya tocado durante cuarenta años la misma serenata. Por eso, la mayor parte de los graciosos, que saben que su gracia pasa y muere sin dejar rastro, buscan un fondo tierno y humano a sus farsas para que haya al menos una lágrima y sea esa lágrima la que queda, como hacía "Charlot", que siempre estaba dando la lata con su lágrima, ambicioso de posteridad. Los hermanos Marx saben que también la lágrima es inútil, que con lágrima o sin lágrima el público siempre está deseando darles esquinazo y no acordarse más de ellos, y por eso no hacen al público ninguna concesión; no son tiernos o humanos; no acarician a los niños ni a los animales, no les interesan nada las flores ni los crepúsculos; ellos lo único que hacen es ponerlo todo patas arriba y reírse de quien se le ponga por delante. No respetan siquiera el amor, como otros graciosos que se enamoran al menor descuido, sino que también se mueren de risa con el amor y para ellos el amor es una señorita rubia que pasa por la calle y entonces ellos van y le asustan con una bocina. Y ya está. Lo que debe ser, en realidad, el amor. No hacen concesiones a la gente porque saben que es inútil hacer concesiones a las señoras gordas, que los odian, que no les pueden soportar, que les llaman mamarrachos porque les atacan los nervios. Los hermanos Marx vengan así a sus compañeros, a todos los otros graciosos que han muerto olvidados y a los que no les sirvió de nada su ternura, su amor, su página lírica, su humildad, su risa que esconde una lágrima, su tragedia grotesca, su desconsuelo... A los otros graciosos les tomaban el pelo en las películas. A los Marx, no. Ellos se adelantan y se lo toman antes a todo el mundo. "Charlot", Harry Langdon, Harold, salían fracasados de sus aventuras. Los Marx salen siempre triunfantes. No toleran la conmiseración. Ese "pobrecillo" que tanto le gusta decir al público cuando ve el fracaso del tonto, no cuenta para ellos. Ellos no son nunca "pobrecillos", ni muchísimo menos. Siempre tienen razón. Están en el secreto. Son unos tíos más listos que nadie. Es tal la fuerza de su optimismo y tanta su importancia, que no hay derecho a tenerlos encerrados en la pantalla como en una jaula, y debíamos sacarlos de allí y traerlos a Europa a vivir con nosotros y darles cargos públicos. ¡Qué maravillosa ciudad, alegre y confiada, sería la ciudad de la que fuese alcalde Groucho Marx! ¡Qué poco duraría la guerra si los tres hermanos hubiesen sido invitados a la conferencia de Crimea! ¡Qué cantidad de monstruos desaparecerían de la circulación! Hay que empezar ya a reaccionar ante la vida como los Marx y a dejarnos de cuentos. Parece que esto es imposible, pero si se tuviese el valor de intentarlo veríamos que no ocurría nada, que todos empezaríamos a pasarlo mejor y que dejarían de existir problemas que ahora sólo existen por ese deseo de echarle seriedad a todo, de ponernos de luto por cualquier bobada, de querer ser más formales que nadie, de romper a llorar por cualquier majadería. No basta reírse de la gracia de los graciosos y después olvidarlos, y marcharse al otro día a ver Cumbres borrascosas. Hay que imitar a los graciosos, en vez de imitar al notario del segundo izquierda y vivir un poco como ellos, lo cual, poniendo un poco de buena voluntad, no es tan difícil como parece>>
("LA GRACIA DE LOS HERMANOS MARX", Miguel Mihura, 1944)