“DESDE MARTE
CON
AMOR”
Jaime Jaramillo Juncal,
“Jaimito Jaramillo” para los amigos,
aprovechaba la pausa del desayuno diario en su jornada laboral ―era funcionario
en una consejería o concejalía, no recuerdo― para hacer básicamente 2 cosas,
las dos cosas que le daban sentido a su mañana. A saber: llevarse al estómago sólo
un café solo él solo en la cafetería que había camino de la biblioteca, y
correr rápido a ésta para coger un nuevo libro que llevarse a las manos y a los
ojos (Jaime devoraba los libros). Tenía la suerte Jaimito, digo Jaime, de que
la biblioteca municipal se levantara en la misma calle de su oficina. Era un
recorrido a paso normal de apenas 10 minutos, pero él, a base de experiencia y
tesón, había conseguido reducirlo a 4 minutos largos (a la vuelta, que era
cuesta bajo, tardaba 3 y medio, y si hacía viento, mucho viento a favor, podía
hacer una marca de 2 minutos). Así, en su media hora del
desayuno le daba tiempo a salir corriendo rumbo a la biblioteca, parar en la
cafetería de siempre, pedir el café, tomarlo mientras leía el periódico
―entero, de cabo a rabo, de la portada a la última columna “ingeniosa” de
opinión, o mientras echaba un último vistazo y se despedía como de un amigo del
libro a punto de entregar―, mirar el reloj (“¡cielos!”),
levantar el trasero como un resorte, pagar el café, pisar a toda prisa por la
avenida como si clavase los pies en el empedrado, llegar a la biblioteca, subir
a pata los 3 pisos (escalando 6 tramos de escaleras), saludar a los
bibliotecarios, ir directo a la sección que correspondía ―ya las situaba
perfectamente―, admirar la colección de títulos, seleccionar una nueva lectura
(“mmm…, éste no…, éste ya lo cogeré, éste
ya lo he leído…, y éste…, ¡me llevo éste!”), de ahí al mostrador, donde
volver a saludar a los bibliotecarios, entregar el último libro cogido, registrar
el nuevo, y salir pitando para el trabajo (a veces de forma literal, cuando le pitaba
el arco de seguridad de la biblioteca). Y aun así llegaba a tiempo… Cada vez
tenía mejor pillado el ritmo. Además, Jaime (o Jaimito) hacía por alargar poco
a poco el descanso del desayuno, con lo cual si empezó cogiéndose su media hora
reglamentaria, ya había conseguido estirarlo ―al cabo de los años y por su
cuenta y riesgo― hasta unos envidiables 34 minutos… (si no hacía el sudoku en
el periódico del café es porque no quería). En dos años ―calculaba―, si todo
iba bien, podría ampliar el desayuno a 35
minutos, y entonces ―¡oh, sí! ― entonces
ya caería una tortilla, vaya que sí, “como
que me llamo Jaimito, eh…, Jaime”. Hoy, con las prisas, se había decidido
por un título muy conocido, así no había riesgos: “CRÓNICAS MARCIANAS”. La decepción vino luego, cuando comprobó en el
despacho de su oficina, hojeando y ojeando el libro oculto bajo su mesa, que se
trataba de una novela, escrita por un tal Ray Bradbury (Jaimito pronunció “Rei Braburi”, no le sonaba). Además de
por su afición a la lectura, a Jaime aquellas rápidas carreras matinales al
templo municipal de los libros le servía para relajarse ―especialmente desde
que su novia y él andaban de morros―, para aislarse unos minutos, para situar
su mente en otro plano que el laboral, administrativo y funcionarial, para
dedicarse en suma una media hora a sí mismo y a visitar otros mundos. Tener el
libro junto a sí, apoyado en su mesa y a la vista, le insuflaba otro ánimo para
afrontar la mañana y empezar bien el día. Por supuesto no sacaba un libro
diariamente, pero, cuando tocaba biblioteca, ésta hacía de la jornada una
jornada especial; diferente. Aquella tarde en casa, sin zapatos y relajado en
el sofá, aislándose de todo y de todos y dispuesto a zambullirse en el libro, abrió
el tomo de las Crónicas Murcianas, digo Marcianas. Al hacerlo, un papelito
doblado color carmesí salió volando del mismo como una mariposa y aterrizó en
el suelo. Jaime, extrañado, recogió la mariposa, y desdobló sus alas. Era una
nota escrita a mano. Letra de chica, sin duda. En bolígrafo azul, ponía algo
así (según me contó el mismo Jaime): “A
quien lea esto: Hemos elegido el mismo libro. Enhorabuena por tu buen gusto,
seas quien seas. Si quieres, puedes contestarme a continuación, saludos
marcianos…”. Jaime no entendía nada. ¿Era una broma? ¿Un juego? Era un poco
infantil. Pero tenía su aquél… “Una lectora misteriosa”, pensó Jaime. “¿Qué
tiempo hacía que quería encontrarme con algo así…?”. Jaime tenía un fondo ―un
fondo muy en el fondo de su alma, al fondo a la derecha― romántico, romántico e
imaginativo, que en el fondo es lo
mismo. Al final era cierto el dicho “todo
está en los libros”… ¿Qué hacer ante este mensaje anónimo? No sabía desde
cuándo estaría en el interior de ese libro ―qué puntería había tenido
eligiendo―. Lo cierto es que nadie había escrito ninguna respuesta a
continuación, tal y como demandaba. ¿Y si…? A la mañana siguiente, y sin haber
podido pasar del capítulo 2, Jaime devolvió el libro dejándolo en el mostrador
de la biblioteca, con una escueta frase de su puño y letra en la nota escondida
entre sus páginas (el corazón le latía con fuerza ante la posibilidad de que el
encargado se percatase y la confiscase): “Hola:
Me alegra que hayamos coincidido, marciana… Jaime”… Jaime volvió al trabajo
con una sensación especial, el misterio había abierto una nueva ventana en su
vida, con un cosquilleo eléctrico que le duró todo el día. Su novia le llamó
para quedar esa misma tarde, pero Jaime ahora tenía la cabeza en otra cosa, y
en otro sitio muy muy lejos: la tenía puesta en Marte. Así que declinó la
invitación. Ya estaba pensando en cuándo volvería a por el libro, a por su
libro y el de su amiga invisible… Nuestro amigo Jaime dejó pasar un par de
días. ¿Sería tiempo suficiente? Porque…, ¿cuándo pensaba aquella chica
misteriosa recuperar la nota? 48 horas después, nuestro amigo llegaba hasta el
estante donde reposaban las Crónicas. Hojeó nerviosos sus páginas…, y…, ¡y allí
estaba el papelito, y con nuevas frases
de aquella letra tan mona! (¡bravo por Braburi!).
No se paró a leerlas, simplemente agarró y volvió a llevarse el libro a casa.
Los bibliotecarios se admiraron de tamaño seguidor local de Bradbury. Sentado
en el sofá, se dispuso a leer (la nota, no el libro): “Querido Sr. Anónimo: esta marciana se pregunta quién será el terráqueo
que tanto gusta de sus Crónicas… Atentamente: Anónima…”. ¡Jaime ya sentía la
ligazón de una relación especial establecida entre ambos, del juego y la
curiosidad su corazón se lanzaba en un flechazo hacia una amiga anónima! El
juego la hacía tan interesante… ¡La marciana había conquistado la Tierra! A lo
largo de las siguientes jornadas, la correspondencia de cartas (o de crónicas)
fue en aumento. Hasta que un día Jaime decidió que ya era hora de dar un paso
más allá, ponerle nombre a la chica, poner su propio nombre o teléfono en los
mensajes, y plantear pasar la relación de Marte a la barra de un bar. Apenas
quedaba ya espacio en la media cuartilla donde escribir, y le extrañó que no se
hubiese perdido en el trasiego o la hubiese interceptado un bibliotecario u
otro usuario (un posible rival). Jaime sugería ponerse por fin cara el uno al
otro (¿le gustaría la de la chica de Marte, tendría antenas y sería verde, o
sería un bombón digno de Venus?, ¿y qué le parecería él a ella?), a ser posible
delante de dos tazas de café humeante. Jaime escribió en el papel carmesí su
nombre de pila, y su teléfono móvil. Pero nadie llamó desde Marte. El planeta
rojo parecía haberse alejado, o la alineación o la cobertura fallaban. Un par
de días después, el nuevo libro favorito de Jaime no estaba en la estantería.
Alguien lo había reservado y se lo había llevado. ¿La chica marciana? ¿Otro
terráqueo como él? Sólo le quedaba esperar. Una semana tardó el libro en volver
a su anaquel. Jaime se abalanzó sobre él. No pudo esperar a salir a la calle. Abrió sus páginas con ansia, como un
loco, encontró allí la nota, y leyó: La chica de otro planeta le pedía disculpas,
pero no podía quedar… La chica marciana le dejaba entrever escuetamente que
pasaba por una mala racha emocional, y no estaba de humor para ver a otro chico.
Jaime fue hasta el mostrador de su biblioteca, y con la mejor de sus sonrisas
―a fuerza de tanta visita conocían perfectamente a “Jaime Braburi”― pidió a los encargados de la misma si podrían facilitarle
el listado de las últimas chicas (“últimas
personas”, dijo él) que habían cogido aquel libro, posiblemente con un
nombre repitiéndose una y otra vez, la chica que más veces se obstinaba en reservarlo
y llevárselo consigo. La contestación resultó ser la que más temía: no podían
dar datos personales… Pasaron los días. Jaime volvía. Abría el libro (la
mariposa parecía haber volado). Montaba guardia ―ocultándose entre los estantes
de la sección “BOTÁNICA” como frondoso camuflaje (haciendo que leía “El Riego
de la Hortensia”, un libro verde), o tras un periódico en el pasillo “NOVELAS
DE ESPÍAS”―, pero nada… Nadie se interesó por las Crónicas, ninguna chica se
acercó ni a tocar el libro siquiera… Entonces, cuando ya había tirado la
toalla, y sin ninguna esperanza, Jaime Jaramillo se dejó caer una buena mañana,
sin planearlo llevado por sus pies, por la biblioteca. Con la convicción más
absoluta de que aquello era para nada, fue hasta la planta y el estante de
siempre, alargó la mano para cerciorarse una vez más de que la cadena de
mensajes cósmicos entre el planeta rojo y el azul había acabado, y, para su
sorpresa, allí había un nuevo mensaje esperando para él de Miss Marte… La chica…,
¡la chica se había decidido a dejarle su nombre y su teléfono! Y, eso sí que
fue algo digno de una película de marcianos, de una de serie B, la chica se
llamaba igual y tenía el mismo número de teléfono que su novia…
Fin
[Finalista VI Certamen de Relato Breve 2020 Biblioteca Municipal Illescas]
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